viernes, 13 de agosto de 2010

yo, ¡también!

Ayer me encontré con Adela, una amiga que tuve hace años y a quien conocí por casualidad en una clase de baile.
Hacía mucho tiempo que no la veía y la verdad es que tampoco hice mucho para re encontrarla.
No digo que teníamos una gran amistad, pero sí cariño. Aunque, a veces, me resultaba un poco pesada.
Ella, una persona extremadamente buena, cálida, culta y sola…muy sola. Quizás, su soledad era lo que más me conmovía.
No tenía familia. La conocí con 20 años recién cumplidos. Sus padres murieron en un accidente cuando ella apenas tenía 18.
Hija única, por entonces tenía algunas amigas y amigos del conservatorio donde cursaba para recibirse de Directora de orquesta. La música y la danza eran su pasión.
Tuve un sentimiento extraño al verla nuevamente, no sé si de tristeza o pavor.
Entrada en los 40, con el mismo corte de pelo recto, lacio que caía sobre los hombros con algunas canas, sus ojos celestes grandes tristes más tristes y la misma sombra en el bozo. Con su habitual verborrea, pero potenciada por el encuentro, supongo.
Me contó que reformó el caserón de Belgrano y le quedó, "¡divinooo!" y lo convirtió en un Bead & Breakfast y recibe semanalmente a una decena de extranjeros. Que con la música le fue bárbaro y hasta, estuvo dirigiendo una orquesta juvenil en Munich. Que viajo por todo el mundo con su trabajo y fue distinguida varias veces por diferentes países y hasta tuvo el no sé que Master World de la cochinchina. Una espléndida. Pero insoportable. Me aturdió.
No me atreví a preguntarle por pareja, hijos ni siquiera por mascota – creo me hubiera espantado hablar sobre eso -.

Seguía relatándome sus extraordinarias vivencias por los países asiáticos, ni me preguntaba por mi vida. Mezclaba palabras, saltaba del inglés al francés, del español al italiano y gesticulaba con las manos.
Lo único que me daban, en ese momento, eran ganas de irme a los 15 minutos de parlamento. Me maldecía por no haberme hecho la distraída y cruzar de vereda apenas la vi.
Ya casi, anestesiada por la cháchara, me pidió mi número de teléfono para seguir viéndonos.
Un sudor frío me corrió por la mente y pensé: ¿qué hago con este plomo?
Le dije: anota mi celular. Y se lo di (pero con un número viejo, que ya no tengo)
Me abrazó tibiamente, me dejé abrazar y nos despedimos con la falsa promesa de volver a vernos.
Llegué a casa y por esas cosas de la intuición, luego de sacarme los zapatos y tomar un té, abrí la computadora, me conecté a Internet y me puse a “googlear”. Puse el nombre de Adela Sánchez Olmos en el buscador y encontré, para mi sorpresa, que no figuraba en ningún sitio.